El ciervo en la carretera
y otros poemas (Borradores editores, junio 2023), de
Xavier Echarri (Lima, 1966), se configura como un corpus lírico que despliega,
con notable consistencia estética, un universo poético de clara vocación
onírica, profundamente introspectivo y en constante diálogo con la fragilidad
de lo humano. La propuesta del autor transita —con admirable madurez lírica
ahora que podemos ver publicado la mayoría de sus poemas después de un silencio
prolongado (1996-2017)— por distintas etapas temáticas y estilísticas que,
lejos de fragmentarse, se cohesionan en torno a una cadencia versal de impronta
meditativa y sutilmente musical. La obra, por tanto, puede leerse como un viaje
a través de los umbrales del sueño, del recuerdo y del tiempo, donde la palabra
poética se erige como espacio de revelación y resistencia.
Desde el título mismo,
Echarri nos introduce en una atmósfera ambigua y poética: el “ciervo en la
carretera” se erige como una imagen que condensa la tensión entre lo salvaje y
lo civilizado, entre la irrupción de lo natural —casi totémico— y el tránsito
humano. Esta figura liminar —el ciervo, detenido o muerto en medio del asfalto—
deviene símbolo de lo sagrado que ha sido profanado por el devenir
contemporáneo; una alegoría de la belleza expuesta, herida o sacrificada por la
velocidad del mundo moderno.
En este sentido, la
poética de Echarri se aproxima al sueño como campo de experiencia ontológica.
El mundo onírico que configura no se reduce al simple surrealismo de imágenes
inconexas, sino que se presenta como una lógica alternativa —una gramática del
alma, si se quiere forzar el término— donde los recuerdos, las visiones y las
intuiciones conviven en un tiempo suspendido. Así, el poema se convierte en un
umbral: se sueña para entender y se escribe para recordar ese sueño. Como en los
paisajes mentales de Yves Bonnefoy o los jardines de Juan Eduardo
Cirlot, el espacio poético en Echarri se pliega sobre sí mismo: es íntimo,
fragmentario y ritual.
Mi propuesta es que el
poemario puede leerse en tres grandes movimientos líricos —aunque no
necesariamente en orden lineal— que configuran una evolución de la voz poética
desde lo elegíaco hacia lo contemplativo, sin renunciar nunca a la dimensión
ética de la mirada.
Primera etapa: lo
elegíaco y la pérdida. En varios poemas del conjunto, la experiencia de la
ausencia se articula en clave elegíaca, con un tono contenido, donde el dolor
no es exaltado, sino asumido como parte de la materia misma del lenguaje. Aquí
el yo lírico recuerda —con distancia melancólica— figuras del pasado, escenas
veladas por la niebla de la memoria o presencias ya disueltas, pero que aún
laten en el hueco de los versos. La pérdida se expresa no como clamor, sino como
murmullo.
Segunda etapa: la
contemplación de lo cotidiano. Echarri encuentra en los objetos simples —una
taza, una lámpara encendida al amanecer, una carretera desierta— la posibilidad
de lo sagrado. Esta es quizá la zona más heideggeriana de su poética, donde el
“habitar poéticamente” el mundo se vuelve acto de resistencia ante el olvido
del ser. La mirada del poeta se posa en lo menor para desvelar lo mayor; la
revelación, en estos textos, ocurre en el pliegue de lo común.
Tercera etapa: la apertura
a lo trascendente. En los poemas finales —o en aquellos que asumen una vocación
más metafísica— la voz poética se vuelve más abstracta, pero también más
ligera. El lenguaje se hace aire y ritmo. Se asiste a un progresivo
desprendimiento de lo anecdótico en favor de una visión más universal, aunque
no por ello menos emotiva. Hay una búsqueda de sentido que no se resuelve en
certidumbre, sino en pregunta.
Debo subrayar que lo más
importante de su corpus poético es la atención que Echarri presta a la
musicalidad del verso. Aunque el autor no recurre a la métrica tradicional ni a
la rima fija, cada poema revela un oído agudo para el ritmo y una respiración
interna que estructura el sentido. Los encabalgamientos —frecuentes, pero no
arbitrarios— generan una cadencia que imita la voz pensante, titubeante, casi
meditativa, del sujeto lírico. El verso libre se convierte aquí en forma ética:
libertad formal que respeta la singularidad de cada palabra.
El uso de pausas
—construidas a través de comas, puntos y comas, y silencios tipográficos no al
estilo de Mallarmé, pero intuyo a lo Emily Dickinson— evidencia una conciencia
del poema como partitura. El poema se escucha tanto como se lee. En algunos
textos, la ruptura del verso se acerca a una fragmentación de tipo zen, donde
cada línea guarda un mundo que no necesita explicación: apenas se enuncia, y
eso basta.
Echarri parece suscribir
aquella afirmación de Paul Celan según la cual el poema es un “envío” que se
lanza hacia un tú, sin garantía de llegada. De ahí que la cadencia en sus versos
no busque convencer, sino conmover —no con la intensidad del grito, sino con la
persistencia de una voz que susurra desde el sueño desde la conciencia de
sobrevivir.
El ciervo en la carretera
y otros poemas se inscribe en una tradición poética que,
sin renunciar a la emoción, se construye desde una ética de la precisión y del
silencio muy escasa en la tradición poética peruana. La obra de Xavier Echarri
interpela no solo por lo que dice, sino por lo que sugiere —por lo que deja en
suspenso. Su mundo onírico no es evasión, sino una forma alternativa de
conocimiento; sus etapas líricas, un recorrido del alma a través del tiempo; y
su cadencia, la huella de una voz que —como el ciervo— aparece, se detiene un
instante en la carretera del mundo, y desaparece. Pero deja marca. Y esa marca
—leve, sí, pero indeleble— es lo que define a la verdadera poesía.
Puntuación:
Bueno
Presentación:
Bueno
Género:
Poesía
Leído:
1 de enero del 2025
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